viernes, 15 de julio de 2011

El acecho del miedo


Dicen que el miedo atenaza al ser humano y que le quita el color al pelo. Que lo encanece. Y que por eso a quienes se visten de luces se les vuelven albos los cabellos antes que a los demás mortales.
Muchas veces he pensado en el miedo de los toreros intentando ponerme en su lugar. Reflexionar sobre lo que se tiene que sentir al tener presente que cada toro puede ser el último, que la partida de cartas de cada tarde es con la muerte.
Dice la torera Mari Paz Vega que "el miedo es una sombra que siempre está contigo y a la cual te acostumbras a ver y a ganarle la partida"
Supongo que al principio todo es un juego: Las volteretas de las becerras, los sustos de los añojos, los varetazos del utrero, y por fin el cara a cara con el toro, el hombre, el barbas, ese animal que mete la cara en los engaños y te perdona la vida cuarenta veces cada tarde evitando lacerar esos muslos indefensos al preferir seguir los vuelos de la muleta.
Me imagino la noche anterior, las vueltas en la cama, los fantasmas en la habitación, la comida del día de corrida en la soledad que provoca un hotel lleno de gente, la ausencia de hambre y el bolo en la garganta de un trozo de tortilla o de un filete de ternera a la plancha pensando en una digestión muy ligera por si unas horas después el de los rizos desgarra sus carnes y debe actuar el anestesista como paso previo a la intervención quirúrgica.
Esa cara de preocupación en el patio de cuadrillas. La mirada ausente. El roce de sus dedos con la madera. La cruz en el suelo. El capote tapando la cara para evitar ver la salida de su oponente del chiquero.
A partir de ahí todo cambia. El héroe se crece. Se deshace de sus recelos y se abre paso el torero. Ese personaje único que convive con el miedo trescientos sesenta y cinco días al año. Hasta vencerlo.

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